JOSEFA ROPERO. LA SEÑORA DE LAS SALINAS
Josefa despliega un relato seguro, firme y coherente, propio de una mujer que está acostumbrada a tomar decisiones, tanto de puertas para adentro como de puertas para afuera.
Caminamos junto a Josefa Ropero al lugar que hemos convenido para localizar nuestra entrevista, el breve trayecto nos permite subrayar la linealidad del poblado de Las Salinas, con sus casas blancas y sus puertas azulonas, elementos que confieren a este lugar una imagen que constituye en sí misma un elemento narrativo.
De repente, una cabeza se perfila ente los visillos de una ventana, preguntando a Josefa por su destino y por si había informado de la entrevista concertada a sus hijos.
En el gesto de esta vecina se adivina el carácter familiar de un poblado que todos recuerdan próspero y festivo.
En el gesto de esta vecina algunos sociólogos ven un gesto atávico o tribal, propio de los lugares deshabitados. En tiempos de sobreinformación, incomunicación y soledades no deseadas uno ve en este gesto compañía, solidaridad y humanidad.
Tomamos asiento, lo hacemos en uno de los bancos que sirven de atrezo en fotografías de ocasión, bancos e madera que ofrecían asiento a los jornaleros que, en camiones, llegaban a Las Salinas.
Josefa nos habla del cortijo de Los Ropero, ese que encuentro en el levantamiento topográfico de 1899, de sus familiares salineros, del papel de los canaleros, de los cristalizadores, de las vagonetas, del transporte de la sal, del contacto con la familia de la propiedad catalana, de ese barco al que pudieron acceder gracias a la relación establecida con su familia.
Más allá de los tópicos, a Josefa se le ilumina el rostro cuando habla de Manuel Nájar, un carpintero fino de los de escofina y formón, con el que casó y formó familia.